16 mayo. 2020

Ilustración 47

… Y Su Santidad envió a la casta Ysabel la rosa de oro, símbolo de pureza.

V. SEM – 143 x 193 mm – Sign. DIB 18/1/4855

En febrero de 1868 Pío IX concedió a Isabel II la Rosa de Oro, «por las altas virtudes con que brillas». La decisión pontificia mereció un comentario de Miguel Morayta en su Historia general de España (vol. VIII,1893): «Como la opinión, adoctrinada por cuanto se murmuraba en voz baja y escribía la prensa clandestina, pensaba cosa muy distinta de Isabel II, las palabras de Pío IX fueron objeto de comentarios sabrosísimos y de sátiras muy acerbas». La escena celebra la distinción con una Isabel II desnuda que es llevada en volandas por Carlos Marfori y otros dos caballeros (¿examantes de la reina) difíciles de identificar con certeza. El príncipe Alfonso, como un dios-pan, ofrece las uvas a su madre-diosa. En segundo plano, Francisco de Asís brinda y Luis González Bravo toca la pandereta ante la mirada del padre Claret y de sor Patrocinio.

Con una larga referencia a la concesión de la Rosa de Oro comienza Valle-Inclán La Corte de los Milagros (1927) : «La Santidad de Pío IX, corriendo aquel año subversivo de 1868, quiso premiar con la Rosa de Oro, que bendice en la Cuarta Domínica Cuaresmal, las altas prendas y ejemplares virtudes de la Reina Nuestra Señora. A la significación de tan fausto suceso no correspondió, como prometía, el cristiano sentimiento de la Nación Española. Aquellos que más debieron celebrarlo tenían intrigado en las camarillas vaticanas contra la designación de esta señalada merced para la Reina Nuestra Señora. Hubo una difusa intriga diplomática con mitras, frailes y monjas, recordando los tiempos de los Apostólicos. Personajes muy señalados terciaron en aquel enredo. Del Padre Fulgencio, Confesor del Rey Don Francisco, parece probado, y acaso no estuvo tan ajeno como debiera el Augusto Consorte. Una monja milagrera también anduvo en ello, según se propaló en murmuraciones de antecámara. Esta monja, que tenía captadas las regias voluntades, preciaba sus artes políticas por mejores que las de Roma. El Confesor y la Madre Patrocinio estimaban más eficaces que las muestras de amor indulgentes los anatemas con su cortejo de diablos y espantos. La monja y el fraile trataban de purificar al pueblo español de la contaminación masónica, y, escarmentados de otras veces, recelaban que, por el conforto de las bulas pontificias, se les fuese de las manos el gobierno de la Señora. La Reina, libre de miedos, candorosa y desmemoriada, podía volver a los descarríos de antaño y firmar paces con las facciones liberales, que, emigradas, conspiraban en Francia. Eran muchos los palaciegos que acogían este linaje de suspicacias cuando llegó a la Corte el Enviado Apostólico. Con tal motivo, hubo grandes fiestas en el Real Palacio: capilla con señores obispos y cantantes de la Ópera, besamanos y parada, banquete de gala y rigodón diplomático. Todo el lucido y barroco ceremonial de la Corte de España».

En su biografía de la reina, Pedro de Répide, escribió que Laureano Figuerola, ministro de Hacienda del gobierno provisional tras la caída de la monarquía, averiguó «que una de las vajillas de plata de Palacio fue fundida por valor de veinticinco mil duros, que Isabel II envió al papa en retribución por aquella Rosa de Oro, que, como se ve, no fue una gracia gratis data».

Véanse las acuarelas núms. 3, 40, 72 y 86.

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